Las Pasiones Capitales
VIII. La Lujuria
Por Alfonso Colodrón. Ilustraciones: Ana Roldán.
La palabra lujuria evoca inmediatamente imágenes de cuerpos desnudos, deseos lascivos y orgías desenfrenadas. Tal vez, porque nos hemos quedado estancados en la primera acepción de la palabra: «apetito desordenado de los deleites carnales». No es de extrañar; en el antiguo catecismo de estudio obligatorio, se decía al hablar de las virtudes correspondientes a los «pecados capitales»: «contra la lujuria, castidad». Sin embargo, la segunda acepción de la palabra, según el Diccionario de la Real Academia Española, «exceso o demasía en algunas cosas«, se corresponde mucho más con las características del «lujurioso» del eneagrama, que otros llaman «el jefe», «el desafiador», «el vengativo», «el justiciero» o «el avasallador». Todos ellos son adjetivos que corresponden al eneatipo Ocho, que, junto con el Uno y el Nueve, se hallan dentro de los caracteres más dominados por el impulso y el instinto que por los sentimientos o la mente. Lo que distingue al «lujurioso» es su enorme apetito por vivir.
El exceso del «lujurioso» es esencialmente un exceso de intensidad existencial, una huida del aburrimiento, de las medias tintas, de la griseidad y, sobre todo, de la ternura y del amor, que es lo que más necesita, pero lo que, al mismo tiempo, más vulnerable le hace. Y así como cada carácter tiene su tabú, el del Ocho sería la vulnerabilidad y la debilidad. Eso es lo que más temen, y su escudo y protección ante este miedo sería su actitud permanente de dominación y de poder. Así pues, esta pasión de intensidad no se manifiesta exclusivamente como una lucha por el estímulo sexual -aunque, también-, sino principalmente por la continua persecución de estímulos vitales de toda clase: grandes proyectos, luchas encarnizadas, reacciones desmedidas, altas velocidades, música a todo volumen, desprecio del peligro y hasta del propio cuerpo, rozar la muerte, propia o ajena… Lo que sea, con tal de sobrestimularse y de evitar la auténtica interiorización, compensando con ello una falta de vitalidad de fondo, que es difícil de apreciar en medio de tanto vendaval.
Una imagen muy gráfica sería la de los estereotipos mejicanos, cuyo «carácter nacional» podría muy bien representar el tipo Ocho. De las películas nos queda la aparente indolencia de hombres sesteando bajo grandes sombreros y un sol de justicia. Pero, en cualquier momento y por un «quítame allá esas pajas», de repente se arma la marimorena, el tiroteo, la «balacera». Un amigo me contaba que un día invitó a un tequila a un mejicano que acababan de presentarle en México DF. Tras apurarlo de un trago, éste quiso corresponder, invitando a su vez. Era tarde, y mi amigo declinó la invitación dando amablemente las gracias; tenía que madrugar al día siguiente. Sin inmutarse, el otro sacó con calma su pistola del cinto, la puso cuidadosamente encima de la mesa y, mirando fijamente a los ojos del pasmado gachupín, se limitó a decir: «Pues dije que te invitaba e insisto». Sobra decir que la velada se prolongó entre invitaciones y contrainvitaciones, bromas, cantos y escandalosas risotadas. Entre los chistes de la improvisada juerga, uno rebela muy bien el rasgo de insensibilización a lo macho ante el dolor: Alguien está tendido en el suelo desangrándose. Un compatriota que pasa por allí le pregunta: «¿Te duele, mano?». «Pues no más que cuando me río», responde el herido poniéndose la coraza de «a mí no me afecta nada» o «yo puedo con todo» y «no necesito ayuda de nadie». No es una coincidencia el que los mexicanos celebren durante varios días -del 31 de octubre al 2 de noviembre- su peculiar concepción de la muerte, a la que llaman guasonamente la «pelleja», la «calva» o la «flaca», y la vistan de charro con sombrero y guitarra.
El carácter Ocho suele tener como fondo un niño o una niña que crecieron en una familia disfuncional o de rígida disciplina militar, vivieron la violencia de algún miembro de la familia -normalmente un padre brutal, insensible o exigente y frío- o respiraron la atmósfera de barrios marginales. El poso que queda, siendo adulto, es el de haber sido profunda e injustamente heridos y un sentimiento de sorda venganza contra el mundo: si el mundo es cruel, en él sólo pueden sobrevivir los fuertes; es la ley de la selva; prefiero comer a ser comido, hacer sufrir a sufrir. De aquí que el extremo patológico de este carácter sería el correspondiente al fálico-narcisista, al sádico o al antisocial.
La rebeldía de los Ocho no es racional, no procede en general de una ignorancia de las leyes y de la moral, ni de un análisis de su injusticia o de su imperfección. No. Es absolutamente visceral. Existe una especie de anestesia moral que les hace incólumes a la culpa. En todo caso, si culpa hubiera, la tienen los demás. En proyectar la culpa son especialistas. Ellos son como elefantes en una cacharrería o en medio de un corral: que pongan los cacharros fuera de su alcance y que se aparten los pollitos; el que se arriesgue bajo su implacable pisada se tiene bien merecido el morir aplastado, por cruzarse en su camino.
Los hombres que he conocido de este tipo son más bien estilo oso: fuertes, poderosos, lentos, determinados; viven el instante de su necesidad o de su venganza y se zampan una colmena como si las abejas fueran mosquitos, después se limpian el hocico y se echan a dormir. Las pocas mujeres que recuerdo son como hipopótamos o como panteras: avanzan pesadamente desplazando el agua en que se bañan y ahuyentando pirañas y cocodrilos, o con un movimiento felino se limitan a ocupar sutilmente el aire que necesita su aura para establecer una distancia segura a su alrededor. Es casi imposible verlos en una terapia y difícil codearse con ellos en un curso de formación, pues suelen considerarse autosuficientes. Si uno quisiera encontrarlos en grupos y no como especimenes raros y aislados, habría que buscarlos en una Conferencia de jefes de Estado, una conspiración de terroristas, unas negociaciones entre tiburones financieros, una asamblea sindical o un Encuentro de gurús.
Es obvio que las actividades de cualquiera de los grupos mencionados es cualquier cosa menos rutinaria y exige un cierto grado de independencia y autonomía, una imagen autoasertiva y un estar relativamente por encima las leyes, ya sea porque se tiene poder para cambiarlas, violarlas, aprovecharse de ellas, mejorarlas o superarlas con otro sistema de valores que se pone por encima. En todos los casos, hay poder y confrontación, incluso en el caso del gurú: en el falso gurú, confrontación con los discípulos; en el gurú sincero, confrontación con sus propias pasiones y eliminación final del ego. Curiosamente, el Ocho es alguien que, desde pequeño, aprendió a desconfiar del poder hasta llegar a no creer en él. Sin embargo, toda su vida parece orientada al poder, pues el propio poder es el único en el que confían.
Entre los personajes históricos, destacan Stalin, del que Lenin llegó a escribir que era «demasiado brutal y grosero para ser líder del Partido Comunista»; Enrique VIII, que puso su poder al servicio de sus satisfacción personal: se divorció y ajustició a sus esposas a conveniencia y se hizo nombrar Jefe de la Iglesia de Inglaterra, separándose de Roma, con el pretexto de que el Papa no había sancionado el nombramiento real del arzobispo de Canterbury. Entre los Ocho más evolucionados, Marx o Garibaldi promovieron otro tipo de revolución, motivados por el amor y el idealismo antes que por el odio o la pasión personal de poder. El célebre Rasputín -que significa «libertino» y que ejerció una gran influencia sobre la familia imperial rusa- instituyó un culto religioso en el que la promiscuidad sexual se utilizaba con fines espirituales, en un auténtico intento de transmutar la lujuria. Esta confrontación con las «verdades» establecidas de cada época también fue característica de Fritz Perls, creador de la terapia gestalt, que hubo de enfrentarse a los dogmas freudianos y psicoanalíticos del momento; al centrarse en el «aquí y ahora», pudo trascender su sed de intensidad, dejando al mismo tiempo una huella perdurable en la cultura y una filosofía de vida realmente terapéutica…
Como ocurre con el resto de los eneatipos, también en las personas dominadas por esta pasión, existen diferencias de rasgo, entre los «sexuales«, los «sociales» y los «ocho conservación«. Los primeros se caracterizan por ser más provocadores y desafiantes. Consideran que las personas que se dicen buenas son simples hipócritas. Tienden a tiranizar a los que le rodean, a los que han seducido previamente con su energía avasalladora y su palabra determinante; también es posible que lo hagan con una conceptualización brillante, construida con síntesis de lecturas, experiencias personales y observaciones perspicaces de los fallos y debilidades de los demás. No es extraño encontrar gurús y gurusas de este rasgo, que mantendrán sucesivas relaciones sexuales con discípulas o discípulos bajo el manto justificativo de iniciaciones tántricas o de estar buscando el rostro del Amado o el arquetipo masculino detrás de cada relación.
Los «sociales» suelen ser más hedonistas y tienden a aprovecharse del otro de un modo más mercantilista. Al ser algo más moralistas, hasta el punto de parecer puritanos, casi no parecen estar dominados por la lujuria. Es posible incluso que les guste el nido familiar. En todo caso, la amistad y los lazos de complicidad como uno de los valores principales de la vida hace que se parezcan a algunos Seis, pero su lealtad puede llevarles a arriesgar sus vidas, y esto les diferencia de las personas dominadas por el miedo.
Los «ocho conservación» serían los más insensibles, pues su voluntad es la ley. Como dice la canción, «con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley…» y al final «sigo siendo el rey». Sus mecanismos de supervivencia y de conservación de su espacio personal les llevaría a pasar por alto las necesidades ajenas y, en casos extremos, a la eliminación física de los «obstáculos», como en el caso del ya mencionado Enrique VIII de Inglaterra.
Características comunes a los tres rasgos serían la arrogancia, el autoritarismo, la dificultad de recibir y una cierta actitud de venganza inmediata, que no de rencor y resentimiento retenidos. En todo caso, su venganza de fondo sería la de triunfar a toda costa, la de devolver así a la sociedad o a la familia las humillaciones recibidas o las carencias no compensadas. No suelen ser discutidores, pues están seguros de su verdad y no se dignan a perder el tiempo en convencer a los ignorantes de sus errores, que ellos consideran errores ciegos o interesados. La diplomacia no es su fuerte, sino la temeridad en sus afirmaciones y acciones. Sus necesidades pasan por encima de las de los demás y difícilmente admite la crítica. En el fondo de todo, subsiste una envidia sorda y generalizada: no envidian cosas concretas de los que les rodean, sino el hecho de sentirlos incluidos en la vida, de la que ellos mismos se marginan al protegerse tanto de los sentimientos humanos más simples y positivos como el cariño o la ternura.
En el ámbito social, Claudio Naranjo expone con magistral perspicacia la doble cara de esta pasión: por un lado, la actitud antisocial y rebelde manifestada en la criminalidad de las personas que se salen del control social y que no actúan según las leyes, porque no las admiten (robos, asesinatos, violaciones, actos terroristas). Por otro, «la violencia en la que la explotación tiene lugar bajo el disfraz de lo social, en el seno de las instituciones, sustentando un poder secreta o explícitamente explotador». Su raíz: el dominio masculino de nuestra civilización, que ha producido el «desequilibrio interno de la psiquis individual, la represión de las emociones y el racionalismo… El poder hoy día no está de manos de matones con mucho músculo; no necesitamos gente tan insensible, cuando tenemos cañones y mísiles, y cuando hemos aprendido a insensibilizarnos masivamente. No necesitamos generales con un carácter sádico, ya que matar se ha hecho algo tan común». Gran parte de los recursos humanos están desviados a la industria de la guerra, mientras se perpetúan el hambre y la pobreza.
Pero existen salidas en el dominio individual y colectivo. Un Ocho podría empezar tomando conciencia de que su preocupación por la justicia le hace polarizar el mundo entre amigos y enemigos. Si cuenta diez antes de reaccionar, tal vez empiece a aprender el valor de la interiorización para ver su parte de responsabilidad en cualquier situación en la que tiende a culpar siempre al «otro». El siguiente paso sería poder reconocer sus propios errores y disculparse por ellos. Una actitud receptiva sería la vacuna adecuada contra la búsqueda del poder y el placer de dominar, que ha convertido en sustitutos del amor y del ser.
Richard Risso y Russ Hudson afirman que, cuando los «ocho» dejan aflorar su vulnerabilidad, conectan con su miedo básico a que les hagan daño o los dominen. Cuando se liberan a continuación de este miedo, se disuelven la autoconfianza y la prepotencia y aparece la verdadera fuerza esencial. Esto permite que abracen una causa más grande y los convierte en seres heroicos como Martin Luther King Jr. o Nelson Mandela. Un Ocho evolucionado nos recuerda «la sencilla alegría de existir, la exquisita satisfacción de estar vivos, sobre todo en el plano primordial, instintivo». Cuando abandona su voluntariedad, descubre la voluntad divina, de donde procede su verdadera fuerza. Es entonces cuando aparece la INOCENCIA, como simple encarnación desenfadada de la verdad.
La serie «Pasiones Capitales» es un aporte de Alfonso Colodrón – Terapeuta Gestáltico y Consultor Transpersonal. Las ilustraciones que acompañan a cada eneatipo pertenecen a la serie «Personajes» de Ana Roldán.
© Publicación original de 2005. Los derechos intelectuales de las obras aquí expuestas pertenecen a cada autor. Prohibida su reproducción.
El verdadero ser de los seres humanos
Hice el test y me da los resultados del eneatipo, pero no me arroja mi subtipo.